Un viejo trompo ya retirado. |
EL TROMPO
Por: Carlos Crismatt Mouthon
El trompo siempre ha tenido un lugar especial entre los juguetes de niños y jóvenes, quizás por esa particularidad de poder girar con la fuerza de una pita. Pero había dos clases de dueños de trompos, los que los recibían como regalo de sus papás para jugar en casa, y los que hacían del trompo un modo de vida.
Con la materia prima en la mano, el segundo paso era visitar un tornero que estuviera dispuesto a complacer al visitante. El mejor, el más colaborador y el más visitado vivía entre los barrios Nariño y Lo Amador, en una casa bien alta que colindaba con el cerro. Allí se le entregaba el guayacán para su visto bueno, y si estaba apto para ser torneado aceptaba con gusto las insinuaciones que se la hacían sobre qué marcas especiales queríamos en el trompo.
Pero allí no terminaba todo. Se debía afrontar la parte más delicada de la operación, que era convertir la punta áspera del clavo en una superficie suave y agradable al tacto, que nos permitiera decir con orgullo que estaba "sedita".
Y se terminaba con las pintas que cada uno quisiera ponerle a su trompo, para lo que se usaba la recordada tinta china en diferentes colores.
Sólo después de cumplir todas estas etapas, podía uno aspirar a ser aceptado en el grupo de su barriada.
Y hasta que no se lograba calmar los nervios y adquirir una gran habilidad para golpear los trompos contrarios -que estaban tirados en el suelo dentro de un círculo y que debían ser sacados de él-, la que pagaba los platos rotos era la "mona", un trompo viejo que uno ponía cuando perdía para recibir las "mapolas" con la punta del clavo de los trompos de los otros competidores, que para ese fin usaban uno con un clavo bien grande y puntiagudo.
Tirar el trompo era como una imitación del pitcher del béisbol, en que la pita se enrollaba con mucho cuidado para evitar que se "sobara", y luego levantar el brazo y lanzarlo en forma de curva hacia el "pecho" de los rivales que esperaban indefensos en el suelo.
Perdía el que en su turno fallaba el golpe y no podía sacar a un contendor.
Para dar la "mapola" se hacía una gasa con la pita, que pasaba por la perilla superior y por el clavo, y luego se movía el trompo de arriba hacia abajo para conectar el golpe. Los inexpertos podían enterrarse la punta de su propio trompo.
El día más triste era cuando nuestro trompo de guayacán -bien engallado y querido- recibía un lance certero de otro trompo -como cuando los gallos de pelea entierran sus espuelas-, y resultaba partido. Ese día había luto en el alma.