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Toda la fachada blanca con balcones a la izquierda eran parte del Colegio de La Esperanza. Por la puerta debajo del primer balcón salían los buses de primaria. A la izquierda, en primer plano, la Playa del Tejadillo y el emblemático Edificio Benedetti.

COLEGIO DE LA ESPERANZA: DEL PRIQUI PRIQUI A LA EXCELENCIA

Por: Carlos Crismatt Mouthon

La disciplina era uno de los pilares del sistema de enseñanza de don Antonio María De Irisarri, el rector del Colegio de La Esperanza en los años 50 del siglo pasado. Fundado en 1870 por su abuelo Abel De Irisarri -en compañía del general Joaquín F. Vélez- tuvo una primera época efímera, ya que a su muerte fue cerrado.

Su hijo, Antonio José de Irisarri, quien estaba desterrado en Panamá con toda la familia, a su regreso a Cartagena reabrió la institución, de la que fue su rector hasta su muerte en 1932. A partir de esa fecha tomó las riendas el hijo de éste, Antonio María De Irisarri.

El brazo derecho de don Antonio María era el profesor Luis Guillermo Fragoso, un duro en álgebra y trigonometría, que además fungía de jefe de disciplina. Su arma en ambas actividades -la de docente y de vigilante- era una larga y fuerte regla de madera.

Como no existían los derechos al libre desarrollo de la personalidad, los castigos físicos en la escuela eran aceptados por la sociedad como parte de la formación de los niños y jóvenes.

De los chancletazos de la abuela en la casa, y pasando por la arrodillada encima de granos de maíz en la primaria, se llegaba a los reglazos del profesor Fragoso cuando cogía a alguien in fraganti. Y en el Colegio de La Esperanza esto era de la mayor prioridad, ya que contaba con un internado para los jóvenes de provincia que eran enviados por sus padres para que allí les enderezaran el camino.


Antonio José de Irisarri. [Foto: Libro de José G. Yances]

Luis Guillermo Fragoso [Foto: El Universal. 2012].

Muchos de los que hicieron parte de este internado son reconocidos en la historia reciente. Por ejemplo, llegaron estudiantes de las zonas del Medio y Bajo Sinú en Córdoba, dado que en Cartagena de Indias se habían quedado a vivir importantes personajes de esos lares, como el pionero de la industria del petróleo Diego Martínez Camargo, el historiador Gabriel Porras Troconis, el abogado Roberto Burgos Ojeda y el médico Juan Zapata Olivella.

Fue así como llegaron, de San Bernardo del Viento el hoy periodista Juan Gossaín Abdala; de Lorica el exparlamentario Francisco José Jattin Safar -conocido mejor como 'el Gordo' Jattin- y su hermano -el excalde de ese municipio- Rubén Jattin Safar -ambos fallecidos-; de San Antero el exarquero de la Selección Colombia y del Junior, Calixto Avena; y de Cereté el mejor poeta de Colombia, el difunto Raúl Gómez Jattin.


De izquierda a derecha: Antonio el 'Mono' Escobar [foto: Africolombia's Blog], Juan Gossaín Abdala [foto: Wikipedia], Raúl Gómez Jattin y Francisco José el 'Gordo' Jattin Safar [foto: La F.M.].

También vinieron de otras poblaciones de Bolívar, como Edgardo Lora Barraza, quien llegó de San Jacinto y después fue gerente regional de la Caja Agraria. Es hijo de don Pablo Lora Villa, quien fue un importante ganadero y líder político en su tierra, así como Secretario de Agricultura del departamento.

Y de la propia Cartagena de Indias pasaron por esas aulas personajes como Antonio el 'Mono' Escobar, fundador del Festival de Música del Caribe, cuyo himno fue compuesto por el cereteano Francisco 'Pacho' Zumaque y que fue convertido en el himno de la selección Colombia de fútbol. También el veterano periodista Ricardo Dominguez Sarkar, más conocido pot su seudónimo de 'Crispín'. Igual que Andrés Rodríguez, 'Paco' Durier, Ramón 'Moncho' Luna y otros de los cuales se recuerdan los apellidos, como Bossa, Bossio y Lequerica.

Así que el profesor Fragoso se acostumbró a cargar con su regla a todas partes, poniendo su mirada aguileña en lo que pasaba en los salones de clases, en el segundo piso del internado, en el comedor, en la cafetería, en los baños y en el patio de gimnasia y juegos. Sus territorios de caza eran amplios, así que por lo menos una docena de estudiantes recibían a mansalva y sobre seguro -cuando menos lo esperaban- un fuerte reglazo, principalmente en las nalgas y piernas.

El castigo para los reincidentes era una tortura llamada el 'cuartico oscuro'. No era más que un pequeño espacio debajo de las escaleras que llevaban al internado del segundo piso, y tenía una puerta con candado que cerraba herméticamente, de tal manera que una vez atrancada quedaba uno aislado en total silencio y oscuridad. Pero lo más atemorizante era que allí se guardaba el esqueleto colgado de una percha para las clases de biología y anatomía. Claro, que nadie sabía que era una réplica, pero como parecía real le sacaba el miedo al más valiente.

Pero cuando la indisciplina se pasaba de la raya, la 'seño' Belén De Los Ríos -secretaria del colegio- pasaba el informe verbal a don Antonio María y este ordenaba que el 'acusado' viniera a la oficina de la rectoría. Cuando esto sucedía, había expectativa entre todos los alumnos. A pesar de las órdenes del profesor Fragoso, era inevitable que se hiciera una 'calle de honor' para verlo pasar rumbo al sacrificio.

El asunto era que la rectoría guardaba el 'arma' más temible de la institución para conjurar a los demonios. Se trataba del 'priqui priqui', una pequeña tabla redonda con su mango, bien lijada y pintada con barniz, que tenía un hueco grande en centro y otros de menor tamaño rodeándolo, como los planetas lo hacen alrededor del sol.

Cuando se entraba a la rectoría, se sentía el cambio. Era la única oficina que tenía aire acondicionado, así que el frío y el olor a colonia de don Antonio María De Irisarri daban el primer golpe anímico. Después, con palabras suaves y medidas, el rector solicitaba que se extendiera la mano derecha con la palma hacia arriba, luego la agarraba con su izquierda por la punta de los dedos, mientras que con su diestra subía y bajaba el 'priqui priqui' para estamparlo en toda la palma. Los huecos permitían el paso rápido del aire, y la tabla sin resistencia bajaba a toda velocidad, dejando pintado momentáneamente el 'sistema solar' del 'priqui priqui' por el escape de la sangre superficial.

El número de 'priqui priquis' eran tasados por don Antonio María de acuerdo con la gravedad de la infracción, pero siempre en número par, de tal manera que se distribuyera equitativamente entre las manos derecha e izquierda. Era cuestión de respetar los derechos de las manos.

Pero, si por miedo o por acto reflejo se retiraba la mano y el 'priqui priqui' apenas rozaba o se iba en blanco, entonces se cantaba 'foul ball' -como en el béisbol- y se repetía el golpe. Una vez terminado el 'priqui' en la mano derecha, se pedía la izquierda, y así alternadamente hasta finalizar el castigo. Afuera, los otros estudiantes esperaban impacientemente para ver la cara que traía el infractor castigado.

Los veteranos internos que se volaban por las noches brincando tapias y caminando sobre los techos, o promovían desordenes en los dormitorios, o se tiraban los pedazos de bastimentos en el comedor, ya estaban curados y siempre salían con una medio sonrisa de no estar afectados por el escarmiento del 'priqui priqui'.


Escudo del Colegio de La Esperanza.

El Colegio de La Esperanza tuvo su sede en la calle del Tejadillo, en la antigua casona del Virrey Eslava. La casa de habitación de don Antonio María De Irisarri quedaba en la calle del Sargento Mayor y pegaba por atrás con el colegio. Para no utilizar la calle, había una puerta que comunicaba el colegio con el patio de la casa.

En esa misma área quedaba la cafetería, en donde los alumnos comprábamos los refrescos, helados, pudines y unos barquillos para helados rellenos con una deliciosa y sólida crema.

El área construida del fondo, en el segundo piso, estaba dedicada a los cuartos del internado. La parte izquierda del primer piso de ese espacio era para la primaria, dirigida también por la 'seño' Belén De Los Ríos.

Atrás quedaba el inmenso patio dedicado a las clases de educación física y la práctica de deportes, como el fútbol y el básquetbol. La propia cancha estaba más baja que el resto de la casa, y el 'público' se colocaba alrededor de ella en unos corredores más altos.

Allí se encontraban también unos palos de uvita de playa, una fruta pequeña, redonda, morada y de sabor dulce que todos buscábamos con gusto.

Se tenían dos jornadas diarias, así que al medio día había salida para los externos. Los de los primeros cursos usaban los buses del colegio, que se guardaban en los patios del mismo y salían por una enorme puerta que abría hacia la Plaza del Tejadillo. A los de bachillerato los venían a buscar, se transportaban en los buses urbanos o almorzaban en el centro.

Después de 50 años largos, las historias vividas en el Colegio de La Esperanza se resisten a pasar al cuarto del olvido. Por el contrario, cada día aparecen en la memoria nuevos nombres, otras caras y dormidos recuerdos. Por ejemplo, ha llegado a la mente la figura de un estudiante de último año que me ganaba en altura, y que siempre cuadraba su bicicleta de color azul cielo en la pared de enfrente de la rectoría, pero cuyo nombre se resiste a revelarse.

También la del eterno vigilante de la entrada principal, que además de organizar la apertura y cierre de la puerta para el ingreso de docentes, estudiantes y empleados, era la persona encargada de avisar a la secretaria de la visita de los padres de familia. A veces se portaba de alcahueta cuando alguno llegaba después de la hora de entrada. Y vigilaba a los vendedores ambulantes que esperaban la salida de los alumnos.

En cambio, algunos nombres están siempre presentes como José Manuel el 'Papa' Guerrero, profesor de francés que decía que para hablar ese idioma había que poner la boca como 'culo de pollo'. Y el profesor Guillermo Puente, un genio de la química que trabajó para la perfumería Lemaitre y creó el jabón Sanit K37. Y también los profesores Tiberio Trespalacios, Gregorio Espinosa -con problemas de la vista y le decían 'El Tuerto'-, Rodríguez -alto y flaco- y Cabarcas. Uno de los más jóvenes lo fue César Alemán Camargo, quien siendo aún estudiante de derecho en la Universidad de Cartagena nos daba filosofía.

Tampoco se borra la imagen del uniforme de gala que se debía utilizar para asistir a misa en la Catedral y en la iglesia de Santo Toribio, así como a las marchas del 20 de Julio, 7 de Agosto y 12 de Octubre. El pantalón, la corbata y la gorra plegable -tipo militar- eran de color verde loro, la camisa blanca de manga larga y los zapatos negros. Por lo general recibíamos las bromas de los estudiantes de los otros colegios, quienes nos gritaban 'loros', 'pericos' o 'cotorras'.

Cuando se llegaba a las clases de álgebra, teníamos que participar en la 'silla eléctrica'. Era un sistema de promoción, ideado y puesto en práctica por el profesor, en el que se hacía un 'quiz' -prueba rápida- en cada clase, y de acuerdo con la rapidez de la entrega y de la respuesta correcta, se ocupaban las sillas en orden descendente. Esto otorgaba unas bonificaciones al momento de calificar el examen mensual, en el que el primero obtenía la máxima y después iba desciendo hasta el décimo.

Pero toda esta exigencia académica y disciplinaria tenía su recompensa, que era la entrega de los pequeños escudos del colegio a los alumnos destacados en las diferentes asignaturas. Esto era motivo de orgullo, y a pesar del 'priqui priqui', el 'cuartico oscuro' y los reglazos del profesor Fragoso, la actitud de los estudiantes siempre era positiva en la búsqueda -junto a directivos y docentes- de la excelencia educativa.


En estas esquinas que forman las calles del Tejadillo, Universidad, del Estanco del Aguardiente y del Sargento Mayor, era la despedida cada año de los estudiantes del colegio de La Esperanza. El edificio amarillo a la izquierda era donde funcionaban Emisoras y Laboratorios Fuentes

Por su parte, los internos tenían un momento especial cuando llegaban las 'encomiendas'. Como la mayoría de ellos venían de zonas ganaderas, las cajas de cartón -las 'cartonas' les decían- traían como carga principal el queso salado costeño, que en esas épocas se fabricaba en grandes bloques con una capa externa dura, para así aguantar los largos días de transporte a los centros de consumo. Además, de 'la casa' mandaban el suero en calabazos, galletas de limón -también llamadas de 'soda' o de 'cresto'-, bolitas de ajonjolí, tortas de casabe, casabito y panochas rellenas con dulce de coco, 'enyucao' -una torta de harina de yuca, azúcar, queso, coco rayado y leche de coco, condimentada con anís y sal- y el típico dulce de 'mongo mongo' -que puede durar hasta un año- guardado en latas de avena.

Esto causaba muchos problemas en la vida de los internos, ya que el grupo de los que se creían dueños de las vidas y haciendas de los demás hacían por las noches silenciosas excursiones para robarse estos manjares. Las denuncias las recibía el profesor Fragoso, quien se encargaba de recuperarlos y darle el mayor castigo a los culpables. Pero en la eterna vida inconforme de los internos, estas aventuras alegraban sus días.

A propósito de los internos, en esos años la costumbre era usar baúles de madera con candados o con las viejas cerraduras metálicas que tenían llaves con un brazo largo y pestañas en las puntas para abrirlas. Pues bien, aunque muchos consideraban inexpugnable su fuerte cofre de tablones, cuando el uso de llaves falsas fallaba se recurría al uso de pequeñas ganzúas para violarlos. La verdad era que en estos aposentos la ley la imponían los más viejos y fuertes del grupo, acostumbrados a realizar toda clase de maldades en sus pueblos, y por eso eran internados.

Los más pudientes usaban para los viajes maletas de cuero, que se ajustaban con sólidos cinturones que remataban en hebillas de bronce. El resto recurría a los sacos de viaje, confeccionados en lona fuerte y algunas con un refuerzo de cuero en la boca, que a su vez tenía agujeros para insertar una pita o una cadena con candado. Claro, que no faltaba el que se limitaba al uso de las cajas de cartón amarradas con cabuya. Recordemos que la moda de las maletas 'Samsonite' llegó después.

Pero lo mejor era el final del año escolar, que siempre coincidía con las festividades del 11 de Noviembre y la llegada de las reinas para el Concurso Nacional de Belleza.

Ese día los externos salíamos alegres y abrazados hacia la calle de La Universidad y en la esquina del edificio de Emisoras Fuentes nos despedíamos 'hasta el año que viene'.

 


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