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Funeral con carroza blanca. [Foto: Banco de la República, Cartagena.]

LA VELACIÓN EN CASA

Por: Carlos Crismatt Mouthon

Uno de los oportunos servicios de la ciudad moderna es el que prestan las funerarias, que organizan desde el traslado de la persona del sitio de su fallecimiento, hasta la preparación del cuerpo, el arreglo estético, el ataúd, la velación, los carteles, la misa de difuntos y su inhumación o cremación.

Pero a mediados del siglo pasado las cosas eran diferentes. En los inicios de esa centuria los servicios funerarios se limitaban a la venta de los féretros, pero con el paso del tiempo se comenzaron a prestar otros servicios como el suministro de los candelabros, los incensarios, las cruces y las bases para el ataúd, así como las carrozas tiradas por caballos y conducidas por un uniformado cochero. En general había dos tipos de carrozas. Unas pintadas de color blanco y más pequeñas que estaban destinadas para los niños y señoritas. Y otras más grandes de color negro que eran para los jóvenes y adultos.

En los años 50 las carrozas fueron desplazadas poco a poco por los carros fúnebres, cuyos servicios inicialmente eran limitados a las clases pudientes. Las carrozas sobrevivieron algunos años más, ya que eran utilizados por las clases de menos recursos económicos debido a su menor costo, pero al final fueron totalmente desplazadas.

Pero, como siempre, algunos sectores marginales no tenían la posibilidad de invertir mucho dinero en el entierro de sus familiares, así que se limitaban a comprar ataúdes de poco valor -a veces de madera sin desbastar y sin pintar- y llevarlo cargado por sus allegados hasta la iglesia y el cementerio. En esa época el único camposanto era el de Manga.

Hasta bien entrada la década de los 50 la velación del difunto se realizaba en la sala de las casas. Para ello tenían que recoger los muebles y pasarlos para el comedor o las habitaciones -y a veces a donde los vecinos- a fin de dejar el espacio libre para el ataúd, el 'altar', los candelabros y las sillas para los dolientes. Hay que anotar que si bien las salas de velación aparecieron para esas calendas con la Funeraria Lorduy, por motivos culturales y económicos su popularización fue muy lenta y se fue logrando en décadas posteriores.

El principal problema en esos tiempos era la conservación del cadáver cuando debía ser sepultado al día siguiente y debía retardarse su descomposición. No se hacían las prácticas rutinarias del día de hoy, como inyectar formol u otras sustancias patentadas para evitar la putrefacción a corto o mediano plazo, así como su embellecimiento -la llamada 'tanatopraxia'-.

De tal manera que lo único que se hacía era recurrir a colocar algodón mojado en bicarbonato, cal u otras sustancias en los orificios naturales del cuerpo para evitar el hedor -esto aún se hace y se ve como se asoman los copos de algodón por los agujeros de la nariz-, así como poner bloques de hielo en grandes tinas de aluminio debajo del ataúd, con aserrín o cascarilla de arroz para prolongar su descongelamiento. Esto se ocultaba con los faldones de la tela con que se cubría la base del ataúd.

Tanto si la persona moría en una clínica u hospital -en cuyo caso su transporte era realizado por las respectivas ambulancias- o en la propia casa, se debía conseguir el certificado del médico sobre la causa de su muerte. Pero antes de ser introducido en el 'cajón de muerto' -que era como más frecuentemente se referían al ataúd o féretro-, los familiares debían cumplir con la penosa obligación de buscar las mejores prendas para vestir al difunto.

En el caso de los varones adultos se usaba el vestido entero o por lo menos camisa blanca y corbata, y en las mujeres los vestidos de color negro o café, aunque la mayoría de la veces se les cubría con una sábana blanca hasta el cuello. Por lo general, siempre existían vecinas expertas en estas lides que ayudaban en la labor y además acicalaban el rostro del muerto para tratar de hacerle parecer como dormido.

Un dato importante a tener en cuenta para vestir al occiso con sus últimas prendas era el llamado 'rigor mortis' -o rigidez cadavérica-, que comenzaba después de las primeras horas de la muerte, por lo que debían apresurarse a hacerlo lo más pronto posible ya que a las dos horas se presentaba externamente en el cuello y brazos.

Si se dejaba que el cadáver presentara una rigidez total, debía recurrirse entonces a personas experimentadas que mediante la fuerza podían quitar momentáneamente la inflexibilidad del cuerpo, ya que sólo después de 36 a 48 horas era que se perdía el 'rigor mortis'.


Todavía se prepara el 'altar' para velar a sus muertos en las zonas deprimidas de la ciudad. [Fotos: El Universal.]

En cuanto a la velación en sí, lo más importante era la instalación de una mesa cubierta con un mantel blanco y adornada con un Cristo crucificado o un Sagrado Corazón -se le decía el 'altar'- pegada a una de las paredes de la sala, una vela a cada lado y unas flores al frente del Cristo, y cerca de una esquina un vaso lleno de agua con un pedazo de algodón dentro.

Se decía que esta agua era para que el difunto calmara su sed en el camino a la Eternidad, y como por la alta temperatura ambiente y el calor de las velas el nivel iba bajando, se daba por cierta esta aseveración. Igualmente, de acuerdo con la devoción del finado o de la familia, se agregaban estampas o imágenes de la Virgen o de otros santos.

Cuando en la casa existía la 'mesa de los santos' -que era una costumbre de la época-, simplemente se mudaba de sitio para la sala. Igualmente, en la pared contra la cual se colocaba esta mesa debía colgarse una sábana blanca.

Por su parte el ataúd se colocaba sobre cualquier soporte improvisado -generalmente unos 'burros' de madera o una mesa bien fuerte que prestaba algún vecino y que se cubrían con una tela blanca-, con la cabeza del difunto orientada hacia la mesa del 'altar', mientras que los familiares y dolientes se sentaban a los lados del 'cajón'. A veces era posible conseguir el servicio de los candelabros de metal y entonces se prendían unos cirios a los lados del féretro.

Siempre ha existido en Cartagena la institución de las plañideras, que eran señoras de origen humilde que tenían por oficio el acompañar a las familias en los velorios para hacer los rezos e inclusive llorar por el muerto. Cuando la ciudad era sólo el Centro, San Diego y Getsemaní las primeras plañideras vivían en tres barrios de invasión llamados Boquetillo, Pekín y Pueblo Nuevo, adosados a las murallas en lo que hoy es parte de la Avenida Santander.

En la época que nos ocupa, las plañideras aún existían y -si bien tenían menos protagonismo que antes- eran utilizadas en algunos sectores de la ciudad que las consideraban parte de su cultura. Inclusive, aún en nuestros días algunas comunidades de la Costa Atlántica -entre ellas San Basilio de Palenque- conservan esta costumbre en que personas reconocidas y aceptadas por ellas rezan y lloran por sus muertos.

En su reemplazo, algunas personas vecinas que conocían las ceremonias religiosas para estos casos eran quienes orientaban las oraciones. En el barrio de Torices este papel lo desempeñaba con dedicación y lujo de competencia Jorge el 'Gago' Franco Carrasquilla -hermano de Rafael Franco el recordado 'Tony Porto' -, quien con su espíritu servicial era el primero en acompañar a las familias en esos momentos dolorosos.

Después de la velación salía el cortejo fúnebre hacia la iglesia del barrio para la misa de cuerpo presente y de allí marchaban para el cementerio a enterrarlo -o inhumarlo, ya que no existía la práctica de la cremación- para darle el descanso eterno. Esto es algo que ha cambiado, ya que hoy existen algunas empresas que han integrado todos los servicios, como hacer la velación, trasladar al muerto, celebrar la misa y hacer la cremación o la inhumación del cuerpo.

Todo este proceso era traumático para los niños -y aún para muchos adultos- ya que se tenían muchas supersticiones y era común el miedo a los muertos. Por ello, cuando había un duelo en la casa a los menores se le enviaba para donde los parientes o amigos. Y algunos adultos miedosos aprovechaban la excusa del poco espacio en la casa para irse a dormir también en otro lado.

Pero esto no acababa con el entierro del familiar, ya después venían los nueve días del velorio, en que a todas las horas del día se recibían las visitas para dar el pésame y por las noches se reunían los familiares y vecinos para rezar. Era costumbre ofrecer a los asistentes por lo menos café, agua aromática de toronjil y cigarrillos Pielroja, aunque de acuerdo con la condición económica también se podían brindar diversos platos de comida, pasabocas y cigarrillos rubios americanos.

En estos velorios era notoria la separación de géneros, ya que mientras las mujeres se sentaban en la sala para los rosarios, los hombres se iban para el patio de la casa en donde echaban chistes y montaban mesas de juego de dominó o de cartas, por lo que entonces se agregaba la compra de ron blanco, aunque si había un contrabandista amigo o de la familia entonces aparecían las botellas de whiskey.

Después de la misa de nueve noches y el respectivo rosario, al día siguiente todo volvía a su puesto en la casa.

 


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