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Caballito de feria sobreviviente que aún cabalga de pueblo en pueblo diviertiendo a los chiquillos.

LOS CABALLITOS

Por: Carlos Crismatt Mouthon

Los niños cartageneros de mediados del siglo XX estuvimos signados por los caballitos, ya que de una u otra manera estos simpáticos personajes estuvieron presentes bajo diferentes formas y escenarios en nuestras vidas.


El mítico hipocampo o caballito de mar. [Foto: Wikipedia].

Por ser una ciudad costera con arrecifes de coral, el mítico caballito de mar -o hipocampo- fue la más grandiosa enseñanza de biología marina en la que se trastocaban los papeles de los padres y el macho de la especie era quien guardaba en su bolsa incubadora los huevos fertilizados, y luego esperaba -a veces hasta 6 semanas- para expulsarlos al momento de la eclosión.

Además, como no existía el concepto de conservación del medio ambiente -o por los menos no se daba a conocer públicamente-, era normal comprar en los bajos del edificio David en la Matuna -en la misma esquina que ocupó Brasilia- ejemplares disecados de caballitos de mar, acompañados de peces globo, estrellas de mar y pedazos de corales.

También nos acompañaron los caballitos de la Ciudad de Hierro, la feria itinerante de maravillas mecánicas, luces de colores y fanfarrias melódicas que visitaba la ciudad para la época de las vacaciones escolares de fin de año, que eran vecinas de las Fiestas del 11 de Noviembre.

Dentro de todas atracciones, los caballitos eran la primera ilusión de los chiquillos cartageneros, que -hipnotizados- miraban la plataforma circular que al girar hacía que los caballitos de madera subieran y bajaran sobre su eje vertical, simulando el galope de los verdaderos equinos.

Pero no eran unos caballitos cualquieras, sino que salían de las manos de expertos artesanos que los esculpían en bloques de madera y luego les aplicaban brillantes colores. Además, eran aptos para niños de meses hasta de 100 años, así que era frecuente ver a uno de los padres al lado del caballito sosteniendo sobre la silla a su pequeño retoño.


'Tiovivo' en Albacete, España. [Foto: albacete-fotos.blogspot.com]

En otras partes se le conocen por diferentes nombres. Por ejemplo, en Francia se les llama carrusel porque se les vio por primera en la plaza de 'Carrousel'. Y en España lleva el de 'tíovivo', porque -según la leyenda- en tiempos lejanos un supuesto muerto de la peste revivió cuando era llevado a enterrar, precisamente en el momento en que pasaban por el sitio donde tenía instalados sus caballitos. De esa manera al fulano se le rebautizó como el 'Tío Vivo' y a la atracción mecánica como 'los caballitos donde resucitó el Tío Vivo', y que luego se apocopó simplemente en 'tíovivo'.

De estos caballitos de feria se ocupó con maestría el poeta español Antonio Machado:

Pegasos, lindos pegasos

Pegasos, lindos pegasos,
caballitos de madera...

Yo conocí siendo niño,
la alegría de dar vueltas
sobre un corcel colorado,
en una noche de fiesta.

En el aire polvoriento
chispeaban las candelas,
y la noche azul ardía
toda sembrada de estrellas.

¡Alegrías infantiles
que cuestan una moneda
de cobre, lindos pegasos.
caballitos de madera!


Ejemplar de poni. [Foto: www.loscaballos.org]

Los otros caballitos eran los de la subida de La Popa cada 2 de febrero. Allí, al pie del inicio del camino hacia la cima, llevaban unos 'ponis' que servían para tomar fotografías de 'agüita' -o de cajón- a los niños montados sobre ellos.

Los caballitos de 'verdá verdá' también eran alquilados para que los niños realizaran paseos guiados, en los cuales el cuidador llevaba al animal por las riendas dando vueltas por las calles aledañas a la iglesia de la Ermita del Pie de la Popa. Eran caballitos mansos, acostumbrados a este trabajo, por lo que era muy segura la diversión.

Al lado de estas pequeñas bestias se veía un espectáculo de mayor tamaño, el de los dueños de fincas que llevaban sus mejores caballos con vistosas monturas y delicados aperos, y que al final de la tarde hacían una cabalgata en honor a la virgen morena de la Candelaria.


El caballito de madera.

Más tarde en la historia, estos 'ponis' fueron reemplazados por los fotógrafos de los parques con unos maniquíes de cuero y forma de caballos miniaturas, así como con rodachinas en sus patas. Lo mismo pasó en la peluquería de Jaramillo en la esquina frente a la Catedral, en donde la silla de motilar de los pequeñines se transformó en un caballito de feria para tratar de calmarlos y que se quedaran quietos. Y en casa, la sillita alta de madera para sentarse y sonreír, se cambió por un caballito de madera con un balancín como patas.

Otro animalito que hizo alegre la vida de muchos niños cartageneros fue el 'caballito del diablo', que revoloteaba sobre los patios de las casas para terminar posándose graciosamente sobre los alambres de la ropa. También se le veía cerca de los cuerpos de agua, especialmente en donde había vegetación y las corrientes eran lentas, ya que allí ponían sus huevos. De ellos salían las ninfas, que eran feroces cazadoras de larvas de mosquitos.


El 'caballito del diablo'.

Después pasaban a larvas y finalmente a adultos, que se alimentan principalmente de abejas, mariposas, moscas y mosquitos. Sus colores era variados, ya que se observaban -entre otros- azules, verdes, pardos y rojizos.

El nombre real de nuestro 'caballito del diablo' es libélula. En los libros de zoología se explica que aunque ambos pertenecen al orden 'Odonata', son diferentes. La característica que se observa más facilmente para diferenciarlos es que la libélula al posarse mantiene las alas extendidas, mientras que el verdadero caballito del diablo las recoge sobre su abdomen.

Pero, aunque eso digan los libros, para los cartageneros las libélulas son simplemente 'caballitos del diablo', algo similar a nuestro alcatraz -con su gran bolsa debajo del pico que llena de peces lanzándose en picada sobre el mar-, y que según las enciclopedias debería llamarse pelícano.


El caballito de palo.

Y qué decir del mejor de los inventos, el 'caballito de palo', que con un palo de escoba y unas riendas de cordel amarradas a una de las puntas, permitía correr a todo galope por la sala y el comedor, y a veces por el polvoriento patio de la casa. Para las fiestas este caballito mejoraba y ya traía una cabeza con crines. Los niños hacían posible sus fantasías de los vaqueros del cine, el Llanero Solitario, Roy Rogers, Gene Autry y Hopalong Cassidy.

Finalmente, el recuerdo más dulce también eran los caballitos. Uno era el más tradicional de los dulces cartageneros el 'caballito de papaya', que son cortes longitudinales de papaya verde que se cocinan en agua con canela y azúcar hasta tomar punto, y que luego se entrelazan en porciones del tamaño de un plato de tinto, más o menos.


El delicioso caballito de papaya.

Las expertas en su preparación han sido siempre las palenqueras, quienes además aún las venden -conjuntamente con otros dulces como la alegría y las cocadas- por las calles de los barrios y en las aceras del centro de la ciudad amurallada.

Para su transporte utilizan palanganas -que son poncheras grandes de aluminio, llamadas también porcelanas- que llevan en equilibrio sobre la cabeza y que acolchonan con una toalla enrollada.

Otro dulce caballito era el que hacía el señor Sáenz en Torices, en la esquina del Paseo Bolívar con la calle de La Paz. Estos eran de caramelo de azúcar que se echaba sobre un molde y se le ponían unos palitos de madera. Al enfriarse se espolvoreaban con azúcar y se sacaban en unas tártaras metálicas para su venta en el mostrador. Tenían como compañeros a los paragüitas, y entre los dos hacían las delicias a la salida de la escuela.

Bueno, la verdad es que falta un último caballito, ese que le pedíamos a los padres, tíos y cualquier persona mayor, y que era simplemente montarnos a horcajadas sobre sus espaldas cuando se colocaban en 'cuatro patas'.

 


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